Por Selene Lamas

Lo primero que recuerdo de esas festividades son las madrugadas. Sí, esas madrugadas que iniciaban a las 5:30 de la mañana con los primeros repiques de las campanas y los cohetes que anunciaban la primera llamada para la celebración del rosario.
Cada cuatro de febrero iniciaba el ritual con el primer día del novenario. El recorrido me gustaba pese a mi escasa edad, el frío y las ganas de seguir entre las sábanas de mi cama.
No era precisamente el rezo lo que me llamaba, eran los cánticos que la gente, acompañada de un tamborazo, le ofrecía a "Antonio Glorioso" durante la tempranera peregrinación por las calles empedradas de la comunidad y por la oportunidad de ver el lucero de la mañana.

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Esos días también, eran nueve días de emoción y de fiesta en la comunidad. Los primeros se disfrutaba de las kermeses en la plaza y se esperaban con ansia los últimos tres días, los más "fuertes".
Normalmente iniciaban con la coronación de la reina y sus princesas en una serenata que daba inicio a las fiestas a San Antonio de Padua en pueblo de Huitzila.
El primer día iniciaban con un jaripeo, ahí en las escuelas viejas, en el corazón del pueblo, en el espacio que muchas generaciones de Huitzila vivieron  su infancia y jugaron a los encantados, a la roña y a las escondidas.
Por la noche, la banda contratada por el comité, instalada en el kiosco, amenizaba la primera serenata con un repertorio que podía empezar con el Sauz y la palma, seguir con el Último rodeo, pasar por Corazón de Texas y terminar en Juan Martha.

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Mientras tanto, otros cuántos disfrutaban del conjunto que estaba en la carpa, ahí junto al cuarto de Don Rutilio, escuchando El número uno, el Derecho de amarla, Gabino Barrera, tristes recuerdos, o Javier Peña.
A la par, las muchachas daban la vuelta, ahí en el cuadro de la plaza, ellas en un sentido y lo muchachos en otro, mientras les echaban confetti y serpentinas (las rojas de plástico eran las más bonitas). Normalmente las vendían en la tienda del Güero Montes o en el puesto de Norma Carrillo.
El segundo día, eran las carreras de caballos, ahí en la Aviación, donde mucha gente se juntaba y hacia sus apuestas.
Mientras tanto en el pueblo, la gente de Huitzila también recibía a los hijos ausentes en la entrada del pueblo para irse en peregrinación a templo a escuchar misa.

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El último día, añorado por todos porque había castillo, empezaba con la visita de las comunidades vecinas, era un día de unión, aunque el resto del año fueran peleas y de las consabidas rivalidades entre pueblos, ese día la gente de Milpillas, no eran los temoles, ni los de la Hacienda da Guadalupe los chendengues columpiados, ni los de Huitzila los talizates, ese día todos éramos una sola comunidad.

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Después de la misa, la banda pasaba por la reina y sus princesas, a las que acompañaban sus padres, para acudir al lienzo charro a celebrar el coleadero en que se reunían todos los lugareños y los visitantes para ver a los aficionados a la charrería aplicar sus destreza.
Por la noche, la emoción, por lo menos de los más jóvenes, llegaba al tope con la quema de castillo y del muy temido torito que con frecuencia cargado de buscapiés hacía correr y brincar a grandes y a chicos, después de eso venía una ristra de cohetes arrojada desde el templo y la incógnita de ¿dónde habría quedado la coronita? ¿Acaso  quemando una tazolera?, Pasó más de una vez.., allá a las faldas de aquellas montañas azul acero… allá cerca de esos campos agaveros, allá donde la consigna es “el que Huitzila vino y no ha tomado vino…a qué chingados vino”.