El periodismo es un oficio de peligro constante, no solo por los sabidos riesgos de seguridad, o porque si se hace bien, se hace enojar a gente con poder; tampoco sólo por las pésimas condiciones laborales de la mayoría.

Además de todo ello, el periodista corre el riesgo de que la fuente se desdiga o le mienta, le presenten documentos falsos, o su propia subjetividad le juegue una mala pasada.

Incluso cuando se ejerce con honestidad y profesionalismo, el fantasma de la posibilidad de equivocarse, de mal interpretar un dato o no tener suficiente rigor está ahí, rondando de forma permanente.

Aunque esa falibilidad es omnipresente y comprensible, hay una distancia muy grande entre quienes patinan en ella, lo admiten y lo corrigen y quienes deciden ganar protagonismo y hacer carrera con base en medias verdades y mentiras completas.

Casi nunca se da desde el principio, el entusiasmo juvenil bien encausado llega a buen puerto si no se topa con la tentación del dinero, la fama fácil, o la deliciosa embriaguez que viene con una pluma o un chaleco poderoso.

El caso de Carlos Loret de Mola es aleccionador y digno de análisis.

Su inicio con pasos firmes y modestos como reportero de Ricardo Rocha lo hicieron destacar pronto.

Con ello más su carisma y elocuencia lo llevaron a la cadena de televisión más importante del país, donde su carrera fue en constante ascenso aunque nunca alcanzó los lugares estelares que en algún momento se le pronosticaron.

Hoy el prestigio construido en aquél entonces ha quedado mal trecho   por protagonismos y yerros no admitido ni corregidos.

Los testimonios que aseguraban que montaba escenografías en sus coberturas de guerra para simular estar en línea de fuego parecían inicialmente exagerados. A la luz de los años ganaron credibilidad.

El histrionismo en algunas entrevistas le resultaron un bumeran que provocaba más críticas que aplausos, como le sucedió con el cantante  Kalimba.

Contrastaba con el tono con el que se se dirigió a líderes del narcotráfico, o hasta la flexibilidad para pactar preguntas cuando habló con Javier Duarte antes de su fuga.

Sin embargo la cima y sima de su carrera se pueden calcular en el supuesto operativo de captura de la francesa Florance Cassez a quien se acusó de secuestro.

Aunque tuvo la advertencia de su equipo de estar ante un montaje, y pese a que estaba a la vista y en vivo la tortura a Israel Vallarta, supuestamente detenido en el mismo operativo, Loret no puso nunca siquiera en duda lo que estaba informando; ni el testimonio franco de la francesa sirvió para plantear siquiera la posibilidad de la falsedad del operativo que transmitía como real.

En otros tiempos podría culparse por entero a la televisora en la que laboraba, pero es de destacar que en esa misma empresa, en el espacio conducido por Denisse Maerker se exhibió el montaje frente a su autor Genaro García Luna.

Ya con todo descubierto Loret no asumió responsabilidad alguna.

En fechas recientes el yucateco ha explorado el periodismo de investigación con dos trabajos construidos de manera similar:

Primero anuncios grandilocuentes. Luego la publicación de una media verdad, descontextualizada, sin matices, dando lo regular por malo, lo ordinario por extraordinario y procurando dejar huecos que la especulación y la imaginación llenen.

El primer caso: una finca que supuestamente López Obrador le compró a Manuel Bartlett, aunque no era de Bartlett ni la compró López Obrador.

El segundo: una casa regalada de Marcelo Ebrard a Irma Erendira Sandoval, que no era casa (era terreno) no fue regalada sino regularizada, no de parte de Ebrard sino del gobierno del entonces Distrito Federal, y no a ella, sino en realidad a un grupo de colonos y luchadores sociales entre los que estaba su padre.

Nada ilegal en ninguno de los dos casos, pero no hacía falta que lo fuera; bastaba que pareciera inmoral y para ello solo se requieren unas cuantas pinceladas bien estudiadas.

Ayuda mezclar naranjas con manzanas, lo especulado con lo certero. Confundir terrenos con casas, olvidar otros ingresos, no mencionar herencias, premios o inversiones, y hacer uso de conceptos ambiguos o perceptivos como “zona residencial” o “lujo”.

Para asegurar el descarrilamiento de toda crítica o cuestionamientos basta  retar al otro a lanzar “una maroma”, calificar al otro de fanático y acusar falta de espíritu crítico por anticipado a quien se atreva a preguntar.

Si con esto ya se ha logrado bastante, mejor aún si se recibe una palmada legitimadora de quienes se ven beneficiados con esos trabajos.

Pero si no hay sustancia todo queda en balas de salva. En flor de un día.

Los buenos periodistas no se hacen de saltos espectaculares, sino de maratones y constancia.

Por Lucía Medina Suárez del Real