Por: Lucía Medina Suárez del Real
Les cuesta digerirlo, pero saben que es casi imposible salir del tercer lugar en el que se encuentra José Antonio Meade en la carrera por la presidencia.
La diferencia entre él y el primer lugar de treinta puntos, y quedan menos de dos meses para la elección.
El voto de López Obrador, según se deduce de las encuestas de los últimos seis meses es consistente y firme. A la fecha, el debate, la guerra sucia, las críticas de populista, los rumores de Venezuela, de Rusia, el pleito empresarial, todo ha resultado infructuoso para arrancarle siquiera un punto porcentual que se sume a sus oponentes.
Los otros en cambio tienen sus vaivenesdisputan pues la misma cobija, equivalente según la última encuesta de Reforma, al 52 por ciento. Cifra que además difícilmente verán reunida.
A José Antonio Meade no le fue suficiente esconder al PRI lo más posible en su publicidad, tampoco pudo colgarse de sus aliados, el Verde Ecologista o Nueva Alianza, porque ya se les asume como partidos rémoras que no significan diferencia alguna (positiva, al menos) con el tricolor.
Con una diferencia de 30 puntos con el puntero, ni siquiera es suficiente tener el poder de la presidencia de la República y de varios estados que permitan tender trampas, bloquear movilizaciones, impedir actos públicos de los opositores, etcétera.
Ni siquiera el control del Instituto Nacional Electoral o del Tribunal Electoral basta para poder modificar el resultado si es que no es el que desean.
Hacer ganar a Meade a costa de la compra de votos se ve imposible porque es difícil acortar una diferencia de 30 puntos con base en esta estrategia. Además de ello, los expertos en el tema, los operadores que hasta ahora han sido fieles en mover portafolios de millones de pesos empiezan a buscar “de lo perdido lo que aparezca”; por tanto, más de uno estará dudando de hacer llegar el dinero necesario para la operación “mapacheril” a quien corresponde, o si mejor cobra por adelantado y se asegura su bien individual ante la inminente derrota de los suyos.
No se ve pues, posibilidad de sostener a Meade como el candidato competitivo del sistema. Pero a Ricardo Anaya tampoco le pinta mejor.
La coalición que lo postula se integra por una reducción de lo que en otros tiempos fue el Partido Acción Nacional, ya sin muchas de sus figuras más emblemáticas, desde los expresidentes que han llegado al poder con esos colores, como Felipe Calderón Hinojosa y Vicente Fox, cada uno de los cuales apoya a un candidato distinto. Tampoco están en la fórmula dos expresidentes contemporáneos de ese partido, como Manuel Espino y Germán Martínez quienes apoyan a Andrés Manuel López Obrador.
Además de esto, el PAN nunca se ha caracterizado por tener las estructuras firmes con las que sí cuentan otros partidos. Las dos veces que han llegado al poder han sido por razones ajenas a éstas. La primera, por postular al candidato que capitalizó el voto antisistema que en este momento respalda a López Obrador; la segunda lo hizo a través de un fraude que sólo fue posible por detentar el poder del que hoy no sólo carecen, sino que además aborrece a su candidato.
Del Partido de la Revolución Democrática le queda poca sustancia y sí mucho cascarón que verá primero por asegurar sus senadurías, diputaciones y candidaturas locales antes que en apoyar a su candidato a la presidencia. Por su parte, Movimiento Ciudadano tiene fuerza limitada en pocos estados en los que además, a regañadientes aceptaron apoyar a Anaya.
Después de meses agobiado por los escándalos, hoy Ricardo Anaya apenas está recuperando su popularidad de febrero, y sigue 18 puntos por debajo del puntero.
Urgido de una alianza prianista que tiene más de 30 años de historia, el candidato presidencial ha ido y venido en declaraciones contradictorias; un día le declara la guerra a Peña Nieto, y al otro le guiña el ojo; un día defiende a capa y espada la Reforma Energética, al otro cuestiona su implementación.
Es este carácter cambiante lo que no lo hace candidato digno de un pacto entre su partido y el PRI, como los que colocaron presidentes en al menos 1988, 1994, 2006 y 2012.
Su fama de traidor hace pensar a quienes hoy están en el poder que es preferible quedar en manos de un enemigo leal con quien se puede saber a qué juega, que en manos de un examigo traidor.
No les falta razón, por sus trayectorias, fuerzas y retos, Andrés Manuel López Obrador requeriría de la reconciliación y el consenso para legitimarse. Necesita tender la mano franca a quienes ya sustentan poder fáctico dada su condición de antisistema.
En cambio Anaya, candidato de continuidad, de ganar la presidencia requeriría dar un fuerte golpe a la mesa que le diera gobernabilidad para los próximos años.
El dilema no es fácil, quizá por eso hasta ahora prefieran morir solos.