Por Lalo Rivera

El fenómeno de la corrupción es muy complejo. Por su naturaleza, es muy difícil de medir, en ese sentido es como el poder, cuando nosotros vemos a una persona podemos identificar si esa persona es poderosa o no, pero muchas veces nos es imposible explicar porqué; sucede lo mismo con la corrupción, podemos identificarla, pero no logramos explicarla. Ahora, si medir el fenómeno sumamente complicado, hay más obstáculos cuando tratamos de dibujar sus causas y consecuencias; sin embargo, para hablar del tema debemos empezar reconociendo una cosa: para entender el fenómeno en su totalidad, debemos desechar estas ideas de que la corrupción es exclusiva del sector público y los gobiernos, o que tiene origen en la individualidad de las personas; las posibilidades no son mutuamente excluyentes, sino todo lo contrario, por ello sería irresponsable centrar nuestra atención en un solo aspecto del problema a través de políticas de reeducación para la transformación cultural o de políticas de austeridad; porque decir que la corrupción se resuelve con austeridad, es tan falaz como decir que el desperdicio de agua se remedia cortando el suministro; ninguno de los casos se centra en hacer un uso más responsable y eficiente del recurso, basta con preguntarse: ¿Ya no existe la corrupción porque ya no hay de donde agarrar? Es claro que atender un sólo aspecto no resuelve el problema. 

La corrupción no es solamente un fenómeno de la (des)modernización de la burocracia, ni tampoco meramente moralista o de falta de sanción. En realidad es un fenómeno multicausal, cuyas manifestaciones tienen lugar (principalmente pero no exclusivamente) en lo colectivo. Pudiéramos tipificarlo como un fenómeno del poder, reconocerlo como una forma de dominación que se replica a sí misma, por la poca democratización, la poca apertura institucional. En términos bien generales hablaríamos de todo tipo de relación particular, arbitraria, excluyente y de favoritismo, que se aleja de los principios de imparcialidad e impersonalidad, y podemos clasificarla en dos tipos: la petty corruption (“corrupción insignificante”), que es aquella que se da a una pequeña escala, y que sucede, por ejemplo, cuando se soborna a un oficial de tránsito, cuando se quiere acelerar un trámite, en inspecciones a empresas, etc.; y la grand corruption, que podemos entender como el abuso de poder en un alto nivel que beneficia a unos cuantos a costa de los muchos, y que ocasiona daños importantes a la sociedad, vamos, aquí entran todos los escándalos de corrupción que marcan sexenios. El punto en común entre ambos tipos de corrupción es que se manifestan por comportamientos sociales institucionalizados y normalizados, reglas informales que tanto empresarios, ciudadanos y servidores públicos hemos interiorizado a grado tal, que las asumimos como propias y las replicamos en distintas escalas. 

AMLO hizo suya la bandera del combate a la corrupción durante su camapaña, y desde el día en que fue investido con la banda presidencial. El problema que hay entre la corrupción y el presidente, es que este último ve a la primera como un medio y no como un fin en sí mismo; centra ese discurso y el actuar gubernamental en descubrir y sancionar los grandes escándalos de corrupción (lo que es valiosísimo), pero está omitiendo la importancia de diseñar acciones para cambiar las dinámicas vinculadas a la manifestación de ambos tipos de corrupcion, facilitando que el propio entramado de instituciones continúe enrraizando la corrupción, pues son las inercias organizacionales y sistémicas las que propician que se reproduzca; y en este sentido, se vuelve impensable que el Estado se regule a sí mismo, requiere, más bien, la incorporación de la sociedad para su vigilancia. 

Surgen dos preguntas: ¿La medida en la que la sociedad se involucre y corresponsabilice, influye de manera directa en la efectividad del combate a la corrupción? ¿Son la vigilancia, la denuncia y la propuesta el punto de encuentro entre la participación ciudadana y el combate a la corrupción? Sí y sí. Los nuevos retos para el combate a la corrupción tienen que asumirse desde una perspectiva política, como un fenómeno de conflicto natural entre el Estado y la sociedad, privilegiando la participación ciudadana y la democratización de las instituciones; porque la falta de gobiernos abiertos y comprometidos con los ciudadanos, tiene mucho que ver con los diagnósticos que resultan en decisiones y estrategias vagas, que han propiciado la construcción de una arquitectura de la desconfianza.