Por Lalo Rivera

Siempre es valioso para las democracias que un sector de la población se organice para expresar su descontento y oponerse al Estado. Muchos dirán que la vía pacífica es la única válida, y eso es porque estamos mal acostumbrados a criminalizar la disidencia y a señalar al opositor como si fuera algo a eliminar, cuando lo natural en la política es el desacuerdo, el conflicto; el futuro de un país no sólo depende de quién gobierna, sino también de la capacidad que tienen las fuerzas políticas y sociales ajenas al Estado para oponerse, plantear y exigir nuevos escenarios, porque la política, en esencia, necesita la relación dialéctica entre un ellos y un nosotros que se sintetiza en una lucha. Por ello es que no podemos ignorar que la manifestación violenta de conflictos en nuestras sociedades, es también una de las formas que puede asumir la lucha política, y esto es, siempre, producto del cuestionamiento de la legitimidad de las instituciones políticas; seamos claros, desde la década de 1990 en todo el mundo se vive una crisis de representación terrible.

En el Siglo XXI el poder es cada vez más débil. En un mundo día a día más conectado, no hay duda de que se ha vuelto más sencillo exhibir las redes de poder y opresión, es más difícil proteger a los poderosos de sus abusos; y no estoy planteando que el poder desaparece, sino que se diluye, cada vez es menos opaco y más breve. Detrás de los disturbios por la violencia racista y la brutalidad policial, hay un fenómeno que los asevera: La corrupción y complicidad del poder manifiesta. Lo que sucede en Estados Unidos (y que está teniendo eco en el todo el mundo) es producto de un odio validado y perpetuado por el Estado hacia quienes dicen representar y proteger; la manifestación violenta es una respuesta proporcional a la furia provocada por la violación sistemática de los derechos más fundamentales de las personas, que se enraíza cuando el discurso hegemónico gira en torno al rechazo de lo que es distinto, y no ser como Donald Trump no es suficiente para contrarrestar esos efectos. El mundo necesita un cambio radical frente a las evidentes desigualdades sistemáticamente reproducidas por las instituciones públicas, quien niega estas fallas simplemente padece ceguera voluntaria.
No obstante, pareciera que los disturbios en Estados Unidos carecen de un objetivo estratégico y liderazgos claros. Hay que decirlo, no toda violencia es revolucionaria, y cuando se ejerce la violencia política sin estos elementos, se podría generar un giro adverso para los manifestantes, pues así como las manifestaciones necesitan símbolos para legitimarse, las acciones represivas también los buscan; el conflicto puede adquirir una dimensión de defensa del orden, y recibir una respuesta estatal violenta que logre exacerbar, aún más, los sentimientos de los oprimidos, o infundir miedo en la población y sofocar la movilización. No debemos olvidar que la narrativa hegemónica puede someter ríos, puede convertirse en el preludio de genocidios, tal como sucedió en 1938 con el asesinato de un funcionario Nazi a manos de un joven judío de nombre Herschel Grynszpan, quién se convirtió en el pretexto perfecto para el holocausto.

Entonces, para poder plantear objetivos comunes que guíen el camino hacia una transformación verdaderamente profunda en los sistemas políticos, es necesario que exista una conciencia colectiva sobre la necesidad de cambiar, no sólo a quienes dirigen un Estado, sino el sentido que debe dársele a las decisiones y acciones políticas; y la conciencia colectiva comienza con la empatía. La empatía nos permite reconocer que algo está verdaderamente mal con el sistema cuando al mismo tiempo que una persona lanza una nave al espacio, una gran parte de la población protesta para que los policías no los maten.

Recordemos siempre que en el planeta están protestando seres humanos que buscan y merecen que se respeten sus derechos y se les garantice ser verdaderamente libres. Ernesto “Che” Guevara dijo alguna vez: “No creo que seamos parientes muy cercanos, pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comente una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es más importante”. Por la falta de empatía en las sociedades y la necesidad de solidarizarnos para alcanzar conquistas colectivas frente a cualquier injusticia, esta frase debe estar más vigente que siempre.